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martes, 22 de septiembre de 2015

Crónica de un funcionario público extranjero en Chile

Son las 8 y 15 de la mañana y me dispongo a subir las escaleras del edificio 580 de la calle San Antonio en una helada mañana de Santiago. En mi camino me encuentro con una multitud de personas que han estado desde más temprano para hacer fila y recibir los primeros números de atención, motivo por el cual me da más ánimo y combate el sueño por mi supuesta “madrugada”. La diversidad de acentos y tonos de piel se combinan con los llantos de los niños en brazos que, a pesar de tener poleras y bufandas de otros países, nacieron aquí, y les da derecho a ser más chilenos que los porotos.

Todo me resulta muy familiar. Hace algunos años tuve que hacer la misma fila –ahora menos estresante- sin imaginarme ni siquiera que aquel grande edificio sería mi lugar de trabajo.

8 y 29 de la mañana y después de un café, que lastimosamente no es colombiano, tengo mi dedo en el ratón de mi computador – casi como apostando carreras con mis colegas – para atender a la primera persona. De fondo se escucha una canción de salsa. Reconozco la melodía: Rebelión de Joe Arroyo, y mi subconsciente me dice que aquellas notas las puso un colombiano desde su celular de alta gama; de forma automática se me mueven los pies siguiendo el compás y recuerdo mi niñez.

8 y 30 en punto y se escuchan los timbres en las pantallas que indican los números de atención. La sala de espera se revuelve entera.

La primera persona que atiendo es un ciudadano peruano que me saluda muy cordialmente y le respondo. Viene por un permiso de trabajo con visa en trámite. Observo su expediente y lo tiene lleno: rechazos de documentos por falta de antecedentes, sanciones, multas y, al final de la lista, una aceptación de sus documentos para tramitar su visa temporaria, lo cual le da derecho a obtener su preciado permiso de trabajo. Es obvio que pasó muchas dificultades – seguramente por desconocimiento – para enviar la documentación correctamente. Al fin y al cabo él no vive de hacer trámites; su oficio es trabajar la construcción para alimentar a su familia. Por fin tiene su tan anhelado permiso. Se lo entrego y lo recibe con sus manos que han soportado mil batallas, siendo reiterativo en darme las gracias, como si yo fuera el autor de su dicha. No es así. Aquel hombre de 52 años me dice que ahora sí puede trabajar mientras sus ojos se le aguan. Es la primera vez en cinco meses que vivo esa experiencia tan extrema con una persona que atiendo. Hasta al más desalmado le daría sentimiento ver la escena. Quizá, muchos usuarios viven esa misma emoción, pero seguramente se la guardan, como guardando su dignidad.

Ya es más del medio día y he atendido a cerca de 60 personas. Son pocas en comparación de la cantidad de gente que llega al edificio para todo tipo de trámite. He tenido en mis manos pasaportes de muchas nacionalidades, encabezando la lista peruanos, colombianos, argentinos, españoles, chinos, haitianos y venezolanos. Sin embargo no se escapa a la lista los países lejanos. Hoy, por ejemplo, hablé con un eritreo. Nunca en mi vida lo había hecho y, en honor a la verdad, no ubicaba en el mapa su país. Con su poco español y mi poco inglés nos entendimos perfectamente.

El tema del idioma, contrario a lo que se podría pensar, no es problema. Con los haitianos, por ejemplo, cuando no hablan mucho español, sólo me basta con girar mi cabeza y pedirle ayuda a mi colega – que también es mi amigo – Odiel. O, sino está mi compañero haitiano, le pido ayuda a mi compañero Esteban, que es chileno, pero que gracias a su esfuerzo y ganas de integración, aprendió creole en dos meses. Sí, en dos meses.

Siempre noto la extrañeza de algunas personas cuando se dan cuenta, por mi acento, que no nací en Chile. Aún para algunos, chilenos y extranjeros, no les cabe en la cabeza cómo un extranjero trabaja en Extranjería. Tal vez para la mayoría de foráneos les cause buena impresión. Sin embargo, lastimosamente para algunos nacionales – cada vez menos – les causa preocupación y tal vez se les sale el nacionalismo exacerbado. Afortunadamente no soy el único que tiene ese honor. También está mi compañero granadero, ya antes mencionado, y Sarah, que es estadounidense, o gringa, como ella misma se denomina.

Son cerca de las 3 y 30 de la tarde y estamos atendiendo las últimas personas tras una larga jornada. El cansancio está en ambas partes: por un lado las personas por esperar largas filas, y por otro, todos los funcionarios por tratar de encontrar la fórmula perfecta para atender a las personas de manera cordial, útil y a la vez con presteza. El trabajo no es fácil, pero se logra.

Hoy, en todo el Departamento de Extranjería y Migración se atendieron 1970 personas y ahora continúa el trabajo administrativo, ahora un poco más relajado, tanto, que me permite tomarme otro café antes de continuar.

Cae la tarde y el reloj marca las 5 y 30. Me dispongo a salir tras una larga jornada de día lunes. Salgo agotado pero contento por el deber cumplido. Sé que en las cerca de 100 personas que atendí, al igual que mis compañeros, sin intención de sonar pretencioso, cambiamos vidas. Sí, con cada visa entregada, con cada permiso de trabajo, con cada asesoría, muchas familias se beneficiaron y ayudamos con la inclusión en Chile; esa que yo, tras cinco años en el país, estoy terminando de encontrar.

Me enorgullece saber que hago parte de este DEM, de este proceso de cambio. Un Departamento con sinceras intensiones de cambiar para la gente, que ve a los humanos, como humanos. Sé que los cambios – como el de una nueva ley migratoria – más profundos faltan. Sin embargo, hacemos parte de la revolución de las cosas pequeñas, de las cosas que están a nuestro alcance.

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